Mi nombre es Misael Castillo. He tenido la oportunidad de asistir a la iglesia desde el vientre de mi madre, aunque Jesús me salvó cuando tenía 16 años. Fue ese momento que me entregué a Él, y le pedí que me ayudara a no apartarme nunca de su lado. Fueron meses increíbles, de muchos cambios que Dios hizo y que no habría sido yo capaz de hacerlo por mí mismo ni haciendo mis mayores esfuerzos. Todo parecía que iba de maravilla en mi vida y así fue por unos meses.
En el año 1994, durante la Semana Santa, ocurrió algo que comenzó a marcar mi vida de manera inesperada. Ese miércoles santo, recuerdo que desperté y escuché una voz en mi cabeza diciéndome cosas terribles que jamás se me hubieran ocurrido. Yo me desperté del susto y sentí que no era yo, como que tenía una calabaza (o un chiverre, para ponerlo en nuestro contexto) en lugar de mi cabeza, y mis manos como si estuvieran infladas como que no eran mías, pero eso no fue lo peor, sentí una tristeza terrible como nunca antes y sumada a una desesperación. Es difícil de explicar con palabras o compararlo con algo que uno pueda relacionarse en la vida real. Esto impactó mi vida de manera radical, pues había perdido el deseo de vivir debido a que mi mente me decía que Dios me había desechado y no había esperanza para mí más que la condenación. Si usted conoce la Palabra de Dios, podrá entender que eso no tiene mucho sentido, dado que acabo de mencionar que Cristo vino a mi vida y me salvó de mis pecados, pero lo que me estaba ocurriendo lo iba a poder comprender hasta muchos años después: tenía un cuadro de Depresión Clínica, debido a una pequeña lesión en mi cerebro.
Cuando esto ocurrió, buscamos ayuda de muchas maneras (consejería espiritual, ayuda profesional) y nada parecía ayudar a mejorar mi condición. Al principio era insoportable, porque sentía tristeza profunda las 24 horas de los 7 días de la semana y por los 365 días del año, no había descanso, no podía dormir y mucho menos permanecer despierto. Conforme pasaban los días, las semanas y los meses, entendí que el proceso estaba lejos de terminar y me encontré en un momento en el que sentía que ya no era yo mismo. Al no tener mucha información al respecto, no tuve ningún tipo de tratamiento clínico, así que aprendí a vivir con este padecimiento por alrededor de 13 años.
Cuando transcurrió ese período sucedió otro cambio en mi salud: Epilepsia Focal. Se le llama “Petit mal” porque no es como la Epilepsia Generalizada, que es la que muchas personas conocen. Con la Epilepsia Focal, uno no pierde el conocimiento, sino que se afectan partes del cuerpo. En mi caso particular se presentó una parálisis de la mitad del cuerpo, una sensación de desconexión (como si su cerebro se apagara y se encendiera por segundos) de manera sucesiva, entre otras cosas. Eso fue de alguna manera un alivio, pues supe que mi problema con la Depresión no era meramente asunto de mi imaginación, sino el resultado de un padecimiento neurológico.
Estuve por 7 años de tratamiento contra la Depresión y la Epilepsia, pero otros padecimientos surgieron después: Migraña Crónica Refractaria y Fibromialgia.
Actualmente llevo casi 6 años desde que estoy en tratamiento por la Fibromialgia, entre los síntomas más molestos están el dolor y la fatiga crónica. Cada día es literalmente una batalla, ya que debo levantarme y cumplir un horario normal. No tengo esposa o hijos, pero tengo familiares que dependen de mí de una u otra manera, por lo que no puedo simplemente rendirme y dejar que las cosas pasen por sí mismas.
Pero todo este resumen de mi vida como paciente tiene un propósito. Durante todos estos años Dios ha usado mis enfermedades para moldear mi carácter cristiano. Dios me ha permitido aprender a confiar en Él aun cuando “no sentía” que estaba conmigo. Por 13 años de Depresión Clínica, aprendí a que sus promesas van más allá de mis sentimientos, que Su Palabra tiene el poder para tranquilizar al más desesperado y darle un propósito y una motivación al que no tiene esperanza. He encontrado pasajes hermosos, alabanzas reconfortantes, predicaciones inspiradoras y retadoras, exhortaciones que mueven tus cimientos. Me ha tomado de su mano y hasta el día de hoy no me ha soltado, y estoy seguro de que no lo hará. Nunca me ha dejado pasar por algo por lo cual no vaya a tener su fuerza para sostenerme, y he podido confirmar ese hermoso versículo que dice:
“…respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor que lo quite de mí. Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi Poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el Poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”.
2 Corintios 12:8-10
Muchas veces me he preguntado qué pasaría si el Señor me sanara hoy de mis enfermedades. ¿Qué haría con mis fuerzas, o con mi tiempo? Sin embargo, inmediatamente se me viene a la mente lo que Dios ha hecho en mí a través de mis enfermedades, cómo me ha hecho crecer y avivar mi corazón con la certeza de su amor, la providencia y la soberanía de sus caminos que son mucho más altos que los míos, y sus pensamientos más profundos de los que yo jamás podría comprender. Si bien sé decir que me encantaría recibir la sanidad hoy mismo mientras escribo este pequeño testimonio, también sé decir que prefiero su voluntad sobre la mía, y si tuviera que volver a vivir todo de nuevo, no lo cambiaría por una vida de salud lejos de sus caminos.
No hay receta secreta, como dijo un famoso ganso, padre adoptivo de un famoso panda. La receta es muy conocida por todos nosotros: permanecer en comunión con el Señor cada día, buscar su voluntad, obedecerle, confiar en sus promesas, esperar en el Señor en silencio, clamar a Él cuando hay desesperación. Si estamos en su camino, Dios hará lo necesario para que podamos enfrentar la lucha diaria, y todo en su momento tendrá sentido para nosotros, cuando veamos hacia atrás y veamos todas las cosas que Dios hizo para traernos hasta donde estamos hoy.